Creer o no creer, dos extremos de una variable

Los grandes errores cometidos en los ambientes espirituales siempre vienen apoyados por un notable extremismo intelectual.  La fe ciega, exigencia de muchas doctrinas, es una forma de reducir nuestra capacidad de pensar a su mínima expresión.  La inteligencia de los individuos siempre ha tenido problemas de ser aceptada por los seguidores de la sabiduría divina.  La verdad religiosa es una realidad revelada donde nuestra inteligencia no toma parte ni concierto excepto para creer o no creer en ella.

La inutilidad de la inteligencia humana ante la suprema inteligencia divina ha sido el principal argumento, enarbolado por las religiones en el curso de la Historia, para relegar el talento de los individuos a un nivel mezquino.  No cabe duda de que la inteligencia de nuestros antiguos era muy a menudo semejante a la de los animales, sus animaladas demostraban que necesitaban de dios para elevar su condición de humanos (aunque bajo la potestad divina también se realizaran animaladas semejantes). 

Pero la evolución de la inteligencia humana es incesante, y en las últimas décadas se está produciendo un cambio notable, el grado de calidad del pensamiento humano está alcanzando un poder de síntesis extraordinario gracias al minucioso análisis científico.  Las posiciones extremistas ya están siendo erradicadas de nuestra cultura.  El desarrollo intelectual del individuo medio de nuestra civilización occidental ya permite algo más que pensar en blanco y en negro. 

Sin embargo, a este cambio le está costando llegar a la dimensión espiritual, a nuestro evolucionado intelecto todavía no le hemos dado opción de desenvolverse en ella.  Los temas del alma siempre han sido tabú para la mente (y continuarán siéndolo si no le ponemos remedio).  Argumentos como que es un esfuerzo inútil intentar comprender con nuestro limitado entendimiento a la suprema sabiduría divina, han de ser cuestionados si queremos que nuestra inteligencia se desenvuelva en el ámbito del espíritu.  En el resto de los ámbitos sociales o científicos ya nos desenvolvemos con cierta libertad; mas el ámbito intelectual se ha apartado de las dimensiones espirituales, no es habitual que nos inviten a estudiarlas, incluso nos aconsejan que no lo hagamos, es un peligroso territorio propiedad de los poderes celestiales, y, por qué no decirlo, de sus representantes aquí en la Tierra.

No obstante, el tan temido encuentro de la inteligencia humana con la divina ya ha comenzado a suceder, es inevitable por mucho que se califique de imposible.  El hombre ha de vivir en su integridad personal todo el abanico de posibilidades capaz de experimentar.  Y su ancestral naturaleza religiosa empieza a tener que convivir con su nuevo desarrollo intelectual.  Éste es un proceso que se está produciendo lentamente.  Ya no podemos continuar considerando al intelectual como persona no grata en los ambientes religiosos, ni a la persona religiosa como individuo no grato en los ambientes intelectuales. No sólo estamos obligados a convivir; la persona intelectual tiene una dimensión religiosa que no tiene porqué despreciar, y la persona religiosa de nuestros días tiene una dimensión intelectual que no tiene porque apartar de sí, si así lo desea.

Este capítulo es un inciso que considero necesario en el desarrollo del presente estudio.  Los temas que aquí vamos a tratar siempre han sido objeto de duros extremismos que han nublado la objetividad de los hechos.  Incluso al tratarlos actualmente surge la tentación de volver a caer en esos fanatismos.  En las dimensiones esotéricas del espíritu, nuestra mente cataloga por inercia todos los datos que recibe en posturas extremistas; es la forma más cómoda que siempre ha utilizado para catalogar unos hechos cargados de misterios y para no perderse por las sutiles dimensiones del alma.  Y, si no le obligamos a pensar en matices o en grados de probabilidad, continuará haciéndolo de esta manera.

En el ámbito de las ciencias hemos necesitado realizar ese esfuerzo para alcanzar el grado de desarrollo científico que hoy disfrutamos.  Hoy en las ciencias todo se mueve respecto a diferentes variables.  No existen ni siquiera unas sólidas magnitudes donde apoyarse.  Incluso la inmutable realidad de las magnitudes más sólidas de la física fueron cuestionadas por la teoría de la relatividad de Einstein.  Los fanáticos extremismos hace años que fueron desterrados del ámbito científico por la diversidad que abarca la amplia visión de las ciencias. 

Aún así, todavía quedan residuos del fanático extremismo científico intolerante con todo aquello que no es ciencia.  El intolerante escepticismo sobre los temas esotéricos en los ámbitos científicos es por desgracia todavía algo corriente.  No es digno del desarrollo intelectual de algunos científicos la brutal descalificación que habitualmente hacen sobre todo lo concerniente a las ciencias ocultas o la religiosidad.  Es éste un fanatismo sustentado en el mismo ciego apasionamiento que el fanatismo de los creyentes.  Las ciencias todavía no han dado repuesta a las grandes preguntas transcendentales que de siempre se ha hecho el hombre, y ―mientras esto siga siendo así― habremos de ser tolerantes con quienes se atreven a contestarlas, aunque no tengan base científica alguna.  Sin necesidad de dar la razón al mundo esotérico, una tolerante postura intermedia sería muchos más recomendable.    

Como también sería conveniente empezar a desterrar de los ámbitos espirituales los extremismos intelectuales, fanatismos opuestos entre creer o no creer.  Ya seamos creyentes o no creyentes, deberíamos remitirnos a los hechos, a lo que está sucediendo, para poder empezar a estudiarlo fríamente.  En el mundo de las sectas se producen fenómenos extraordinarios que nos obligan a tener la cabeza fría si no queremos caer en juicios apresurados.  En este capítulo me atrevo a pedirle al lector que haga ese esfuerzo.  Yo soy el primero que lo he de realizar.  A partir de ahora me veo en la obligación de empezar a relatar fenómenos extraordinarios habitualmente desconocidos.  No pretendo con ello enfatizar ninguna creencia o doctrina, me remitiré sencillamente a los hechos y a denunciar ―como ya lo estoy haciendo― las manipulaciones que de ellos siempre se han hecho o se siguen haciendo.  Una cierta influencia de la fría objetividad del método científico nos ayudará a seguir adelante con este estudio.  Ni siquiera pido que se me crea o se me deje de creer, si no que se tome nota fríamente de los datos que ofreceré.  Creer o no creer son dos extremos de una variable con infinidad de posiciones intermedias.  Cuantos más datos obtengamos que apoyen la existencia de un fenómeno, más nos aproximaremos a considerar su existencia real y a creer en ello, y cuantos más datos tengamos que niegue su existencia, más dejaremos de creer en ello.  Pero nunca deberíamos de utilizar los extremos, la relatividad en el mundo de la mística es mucho más notable que en el mundo de la física.  Podemos llegar a creer con cierto grado de seguridad en algo, mas es aconsejable siempre una pizca de sano escepticismo; y viceversa, si no creemos que algo pueda existir, sería recomendable al menos poder admitir una ínfima probabilidad de su existencia mientras haya quienes la defiendan. 

Una buena gimnasia mental para los aficionados a la incredulidad es informarse sobre los fenómenos paranormales que estudia la parapsicología.  Y para los aficionados a creérselo todo, solamente recordarles el viejo axioma místico que nos dice que todo es una ilusión.

 

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